¡Y mi tiempo que!
¡Y mi tiempo que! Es la expresión que debía exclamar cuando alguien, parapetándose en banalidades, asume el triste y repudiable rol de dueño absoluto de Cronos y hace añicos las aspiraciones de dar adecuada utilidad a ese tiempo nuestro.
Los hay que llegan y plantan sin ton ni son. No muestran el más mínimo respeto a nuestra agenda personal y te solicitan un “minutico”, que a la larga se convierte en media hora y paredón para la puntualidad que nos propusimos.
Y qué decir de las citaciones para reuniones donde el inicio se programa a determinada hora y la misma comienza pasados sesenta o más minutos. ¿Serán problemas de redacción al elaborar el aviso, tomadura de pelo o desconfianza?.
Pero en esos mismos encuentros aparece el “secuestrador de horarios”. Solicita la palabra y comienza una andanada de frases predeterminadas donde, con el regocijo de escucharse, repite con autocomplacencia, resúmenes de las anteriores intervenciones, sin el menor asomo de compasión a quienes disimulan el tedio con el distingo de un bostezo.
Otro tanto sucede en consultas médicas, estaciones ferroviarias, paradas de ómnibus, parqueos de coches y otros establecimientos adonde concurrimos a recibir algún servicio, cuando el responsable de materializar la prestación nunca llega, como nunca llega la información acertada sobre el atraso o incumplimiento con la cita.
Y esas maratónicas llamadas telefónicas a deshora; las mismas que irrespetan intimidades, perturban horas de descanso, comidas, sueños, fusilan el revoleteo de ideas y el acto de la creación, o simplemente arrestan bajo acusación criminal el tiempo destinado a provechosas tareas.
Nada, que se debe instituir regulaciones que impidan desmanes con el tiempo ajeno. Leyes que garanticen el imprescindible respeto por las ocupaciones de nuestros semejantes, y aplicar aquello de que lo que no quiero para mí, no debo hacerlo con el tiempo de otros.
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