Magisterio, fragua de virtud
Por Ana Vivian Cabrera Corona
En todo juego infantil el deseo de ser maestro se hace visible. Nunca falta el niño o la niña que deje en cualquier lugar su huella como símbolo de una aspiración inocente.
Cuando solo tenía quince años mi sueño de ser educadora se vio materializado. Frente a mí aparecieron caras marcadas por el paso de los años, pero con muchas deseos de recuperar el tiempo perdido, en muchos casos por dedicarse al trabajo como única forma de subsistencia. La Facultad Obrero Campesina me abría las puertas para vaciar mis anhelos de niña. Luego tuve la oportunidad, al desempeñarme como profesora de Literatura en la enseñanza Secundaria Básica, y al relacionarme con adolescentes colmados de inquietudes.
Ahora, desde otra profesión que también educa, recuerdo aquellos días entre pupitres y pizarrones, vienen a mi mente Isabelita, con su sonrisa afable y rostro dulce. Teley, alto y alegre, quien siempre se las ingenió para llevar a cada alumno un caramelo; Marciano, bonachón y compañero inseparable de la guitarra, instrumento con el cual amenizaba los recreos. Juan Carlos, con amplio sombrero, nos guiaba a las movilizaciones, el que alzaba la voz para decir las consignas más alentadoras ante el calor de los cañaverales, o Rolando, recto, serio, amigo de la disciplina y la puntualidad, pero en fin, ¡ el mejor maestro!
Es poco lo que se puede escribir cuando de educadores se trata, poco porque nunca será suficiente para expresar lo que son capaces de transmitir esos seres que se quedan siempre en los corazones de quienes reconocemos en ellos, sencillamente, a los protagonistas de una obra de infinito amor.
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