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Amanciero soy

Ese padre que fue José Martí

Ese padre que fue José Martí

¡Un hijo es el mejor premio que un hombre puede recibir sobre la tierra!
José Martí
Madeleine Sautié Rodríguez
Aunque las páginas de Ismaelillo no se parezcan a otras páginas porque fueron escritas con sagrado amor paternal, no fueron esas las únicas que sobre la materia nos legó en su curso por la vida ese padre que fue el hombre de La Edad de Oro.
Es lógico: Pensar en Martí padre nos remite anafóricamente a su hijo, José Francisco, con quien pudo compartir apenas un escasísimo tiempo. Su visión austera con respecto al lugar que debía ocupar un hombre ante el cumplimiento del deber, en primer orden con su patria, lo conduce, siendo el niño muy pequeño aún, a España: le ha sobrevenido, en septiembre de 1879, el segundo destierro, por conspirar en La Habana contra la metrópoli española que mantenía colonizado a su país.
Carmen Zayas-Bazán, la esposa, ha regresado a vivir con su padre a Camagüey. Y aunque meses después se encontrará con su marido y el pequeño en Nueva York, esta felicidad no logra cuajar a pesar de que el esposo lo pretendiera. "Qué no haré yo por que tengan ella y mi pequeñuelo cuanto les sea necesario". Las vicisitudes del exilio reinan por ese tiempo, y Carmen parte con su hijo a cuestas a su casa, para poner al niño a salvo de la pobreza y al padre en penumbras ante el desarraigo que significa separarse de él. Martí no logra apartar de su pensamiento la imagen poderosa del hijo ausente.
No se conforma la esposa y en diciembre del 82 llega otra vez a Nueva York. El padre, feliz por la presencia de José Francisco, confía en una posible reconciliación, pero la relación ya sufre profundas grietas: intereses distintos, convicciones antagónicas, incomprensiones de ambos caracteres voluntariosos frustran la posibilidad de dicha duradera. En septiembre del 91 Carmen regresa nuevamente a vivir con su padre, el abogado Francisco Zayas-Bazán, fiel servidor de la metrópoli española.
Consciente de que la única dicha humana o la raíz de todas las dichas es la que puede hallarse en el hogar, prosigue con su pena y lleva sobre su hombro al niño que va sentado allí pero que solo él ve. Los ojos de su Ismaelillo "desde lejanas tierras le relampaguean". Y los relámpagos iluminan y languidecen.
El efervescente amor paternal que lo posee aparecerá explicitado categóricamente en la revista que funda en 1889 para los niños de América, La Edad de Oro, que se publicaría una vez al mes para conversar con las madres y los caballeros de mañana. En ese sitio, los niños, a los que concebía como "versos vivos", hallarían ante la duda propia de su edad a ese hombre que en cada número quiso, lo mismo que los padres, poner el mundo para ellos a más de su corazón.
Y como "los padres buenos que andan como el río Nilo cargados de hijos que no ven", alimentó Martí otros afluentes que gozarían el privilegio de desembocar en él y apropiarse de los beneficios del insaciable amor paternal que debe prodigar.
Un hijo espiritual le ha nacido en el rastro indetenible de su rumbo. El adolescente Gonzalo de Quesada y Aróstegui, quien le sirve por compartir los mismos ideales revolucionarios y estar dispuesto a iguales sacrificios, sabe ganarse su confianza al punto de convertirse después en su secretario. El joven, reconocido como su discípulo preferido, resulta ser el futuro albacea de sus obras, tarea que le había confiado en una de sus cartas-testamento. "Y si usted me hace, de puro hijo, toda esa labor cuando yo ande muerto, y le sobran los costos, lo que será maravilla, ¿qué hará con el sobrante? La mitad será para mi hijo Pepe—: la otra mitad para Carmita y María".
Definitivamente su José Francisco se ha ido. Largos años de distanciamiento atroz han zanjado la separación insalvable. Otro casi tan amado, Francisco también, quedará fundido para siempre en el Maestro, como Panchito Gómez Toro lo bautizó desde el mismo instante del encuentro. Los pinos nuevos deben fecundarse al calor de los viejos, cuya raza no ha muerto, y realizarán juntos, en 1884, un viaje proselitista por las emigraciones estadounidenses y caribeñas. En ese contexto termina de fraguarse la sugestiva personalidad de uno de los más grandes jóvenes de las luchas independentistas que en el sol y a la sombra de héroes como Antonio Maceo y Máximo Gómez resulta por sí mismo paradigma de revolucionario.
Martí le reconoce a Panchito singulares méritos: "Con la mano entumida pero con el corazón más lleno de lo que en mucho tiempo sintió" hablará de él. "Su bello corazón se indigna o se derrama. Hay genio en el niño. No gana amigos sólo con el alma andante de su padre que ahora es, sino por sí, por su reserva decorosa, por su simpatía con los humildes, por el ajuste en su edad casi increíble, del pensamiento sólido a las palabras, precisas y cargadas de sentido, con lo que expresa. Y a mí me llena el corazón, porque es como si me hubieran devuelto al hijo que he perdido".
Tan grande fue el influjo ejercido que llegó el joven a escribir con los mismos rasgos modernistas del poeta y hacía como él anotaciones en francés y dibujitos en los diarios. Por demás comenzó a vestir de negro, como lo hiciera el Apóstol, hasta que Cuba fuera libre. Así fue la identificación.
Los quince intensos años vividos en Nueva York a causa del exilio, cuyo cobijo encontró en el hogar de Carmen Miyares de Mantilla, ubican a los hijos de esta extraordinaria mujer en un sitial especialmente notable en su relación con Martí. Los niños, principalmente Carmita y María, pudieron contar con la educación del Maestro, desde sus más provechosas y disímiles formas. No faltó la instrucción general, el intercambio, la dedicación y la constancia. Les dio en su escasísimo tiempo clases de idioma, lecciones de traducción, de ética, de arte, de virtuosismo... Pero sobre todo tuvieron el privilegio de convivir con el ejemplo de un hombre intachable, que pudo recoger dulces frutos del agradecimiento y el amor que estos seres le profirieron siempre. La correspondencia sostenida con Carmita y María constituye la más certera referencia de ese parentesco incuestionable que por esa familia sintió.
Son interminables las alusiones a jóvenes y niños a los que alcanzó la bondad paternal martiana. Maxito y Clemencia, otros hijos de Gómez; las hijas de su querido amigo Manuel Mercado, que se deshacían en atenciones cuando las visitaba; su propia hermana Amelia, nueve años menor que él pero a quien le pudo ofrecer los más sabios consejos sobre el amor y el matrimonio.
Quién así amó, ¿cuánto más no habrá sentido por aquel hijo de sus entrañas que hacía ya tanto lo había espoleado con sus pequeños pies eternizados en el recuerdo?
Solo una carta ha quedado de las muchas que le escribió durante los duros años de ausencia, brevísima y tremendamente conmovedora, por la posibilidad real de su argumento. En ella le ha legado al hijo viril su leontina como único bien material si muere, pero con toda la intención del desafío. El abuelo paterno le había regalado al niño un reloj con el escudo español para que cada vez que lo mirara recordara su procedencia.
Ya se sabe que hay muchos modos de estar presente aun en la más evidente ausencia: Ismaelillo no traicionaría la fe que desde aquellas páginas memorables colocó en él su padre y, cuando supo que había caído peleando por su patria, partió hacia los campos de Cuba para ofrendar su virtud en aras del mejoramiento humano.

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