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Amanciero soy

Haití en la evocación

Cuando los terribles sucesos acaecidos en tierras haitianas, el pasado mes de enero, provocados por un sismo de considerables proporciones que  obligó a este insensible mundo  a tornar sus miradas frías y prepotentes hacia la  humilde y subdesarrollada   nación caribeña, se cruzaron en mi mente imágenes de la infancia, donde muchos de sus protagonistas eran hombres venidos de esos lares.

Como evidencias  perdurables se aparecieron a las puertas de mis recuerdos muchos de aquellos negros bonachones, prestos al servicial gesto, respetuosos, ataviados de místicas  historias, que sobre sus cuerpos heridos por el trabajo cargaban con una buena carga de subestimación y añoranzas.  Hablaban diferente, aunque entendible. Respondían a nombres tan ajenos como la tierra que los acogía  como fuerza laboral  por imponderables de la vida.

De ahí la presencia cotidiana y hasta de cierta forma familiar, de aquellos personajes que atendían al ser llamados como  Dudú, Apolonio, Culebra, Blanco, Pití, Hipólito, Tifán o Francisco. El azadón imperturbable sobre el hombro, compitiendo con el pequeño jolongo.  El machete colgando de la cintura como talismán o resguardo. La mirada noble. La vestimenta denunciando  largas jornadas laborales perfumadas del sudor de un cuerpo agitado por el vaivén del tórrido clima cubano.

Sus arraigadas costumbres, ritos y creencias eran portados al indiscreto disimulo. Nunca faltaban a la palabra empeñada y gustaban de contar historias de su bendita tierra. De esa que traían el gusto por las viandas hervidas, el pescado, el dulce de maní y  el “tafiá” que embriagaba sus noches de soledades y nostalgias.

Nunca encontraron la fortuna prometida. Echaron sus años mozos en mezquinos barracones o pequeños ranchos. Las guardarrayas fueron sus campos de sostenimiento. Muy pocos formaron familia o regresaron a la tierra de sus ancestros. Carcomidos por el desarraigo y malchitas sus fuerzas corporales e ilusiones, fueron presas de la ancianidad, aunque siempre contaron con el cariño y la consideración de sus conocidos y vecinos.

Así, en esas meditaciones encontré en mí papelería unas notas salidas del empeño investigativo del licenciado Vladimir Fernández Moreno, especialista del Museo Municipal, donde relata el arribo de aquellos hombres de semblante apacible e incalculable laboriosidad a nuestras comarcas.

Escribe Vladimir que a inicios del siglo XX comienza a producirse en Cuba un fenómeno que se conoce como la migración de braceros antillanos, que tuvo como causa principal, las necesidades en la industria azucarera, de una mano de obra que fuera en extremo barata. Para ello se aprovechó la desesperación de muchas familias que habitaban esas islas. Incidiendo fundamentalmente, la inmigración procedente de Haití  y Jamaica.

El central Francisco, hoy Amancio Rodríguez, no escapó de este fenómeno. Las personas procedentes de esas tierras caribeñas, trataron en lo posible, de mantener vivas sus tradiciones culturales, las cuales, fueron trasmitidas a sus descendientes, quienes las asumían en ocasiones íntegramente, otros las  reinterpretaban o sincretizaban.

Según el especialista del Museo local, la necesidad de mano de obra barata de las  compañías norteamericanas que fomentaban los  centrales de azúcar en las provincias orientales, se vio favorecida por la política de las autoridades de los países emisores, que estimulaban la emigración. En el caso de Haití, la ocupación norteamericana suprimió todo viso de soberanía y ubicó al gobierno en condiciones de protectorado; cuestión que permitió la emisión de trabajadores agrícolas hacia los ingenios de Cuba y Santo Domingo.

“Este negocio contó con el apoyo de los gobiernos cubanos del período, que dieron cobertura legal a tal empresa dado los beneficios que proporcionaba. Los datos estadísticos ilustran, por sí solos, el significativo papel de los países caribeños en el proceso productivo durante los primeros años del siglo XX: ...Jamaica y Haití en conjunto aportaron el 95% de los braceros del primer tercio del siglo. De 1913 a 1930 entraron en nuestro país más de 500.000 haitianos, mientras que de 1913 a 1921 lo hicieron 75. 000 jamaicanos...”

“Como era de esperar, el traslado de estos trabajadores, no fue un proceso improvisado; se estableció todo un mecanismo oficial mediante el cual se le daba un viso de legalidad que permitiera, llegado el caso, exigir una permanencia por parte del emigrante en el lugar a que era asignado, si éste, dada las condiciones de trabajo, pretendiera abandonar el sitio”

“El convenio era  firmado entre la representación legal de la compañía y el contratista haitiano. En el documento el contratista se comprometía  a traer de Haití un número de trabajadores para las faenas agrícolas del central, fijando la fecha de recepción dentro del período inicial de la zafra y siempre por un puerto próximo al ingenio. Tales precisiones  no resultan casuales, ellas garantizaban, primero, la necesaria mano de obra durante la etapa de zafra y nunca antes, evitando, no solo, que se experimentasen problemas por falta de fuentes de empleo durante esta etapa con las consabidas consecuencias que ello podría traer, sino también, que se organizaba así un servicio rápido de arribo a los lugares donde eran asignados los braceros según el previo acuerdo”

“Lo anterior, igualmente, tenía un trasfondo económico de beneficio para la compañía contratadora, pues esta  era la encargada de pagar la cantidad convenida por cada hombre entregado a bordo del ferrocarril en el paradero que se señalara. El dinero abonado cubría los gastos del pasaporte, las gestiones desde Haití, las comidas, el pasaje de Haití a Cuba, los trámites de la emigración, etc”

“Las condiciones que debieron afrontar esos emigrantes antillanos en la Isla fueron pecaminosas.  Aunque el contrato establecía que serían empleados en las labores del campo, dado su bajo nivel, frecuentemente, fueron confinados a los lugares más apartados y en precarias condiciones de vida; en la mayoría de los casos compartían con los obreros agrícolas cubanos las pésimas condiciones sanitarias,  de vivienda y alimentación que se les daba”

“Algunos  jamaicanos tuvieron mejores empleos porque conocían ciertos oficios y se comunicaban mejor; en cambio los haitianos fueron víctima de la explotación capitalista: el engaño, el pago de jornales inferiores, la venta de artículos de baja calidad, entre otros abusos, evidenciando así una
nueva faceta de la terrible vida del trabajador agrícola cubano, en este caso, agudizada por dos cuestiones  de gran relevancia: la condición de emigrantes y la de negros”

Braceros haitianos en el antiguo central Francisco

“La familia Rionda, de origen asturiano con descendencia cubana y nacionalizada americana, fundó en 1914 la Cuban Cane Sugar Corporation; además del Francisco, adquirió el central Washington en Las Villas y construyó los centrales Manatí, La Vega, Elia y Céspedes. Invirtió 50.000 pesos en la adquisición de los ingenios Stewart,  Morón, Lugareño, Violeta y Jagueyal, en Camaguey; Socorro, Mercedes; entre otros tantos, evidencia del poder adquisitivo de la familia”

“La construcción del ingenio el Francisco se inició en el año 1899, cuando  Francisco Rionda y Polledo compró algunos terrenos pertenecientes a Salvador Cisneros Betancourt en la región de Camagüey. A través del puerto de Guayabal entraron los materiales para su construcción, siendo conducidos a través de la vía férrea en un tramo de 16 kilómetros. En 1902, con el estreno de la República, realizó el Francisco su primera zafra”


“La insuficiente disponibilidad de mano de obra, algo que era deficitario en la región, provocó la  imprescindible  contratación de braceros antillanos: “Trescientos mil haitianos partieron de Haití rumbo a Cuba. Entraron legalmente entre 1915 y 1929, doscientos mil cuatrocientos sesenta y ocho; los demás llegaron ilegalmente en los barcos de la United Fruit Co. y de otras empresas”
 
“Los primeros haitianos retornaron  a su país al concluir la zafra azucarera, sin embargo, poco tiempo después, y evidentemente movido por intereses recíprocos, los dueños de centrales y los de cafetales llegaron a un acuerdo mutuo, así cuando finalizaban las labores de la  zafra los braceros se trasladaban a los cafetales para recoger el aromático grano”

“Las condiciones en las colonias cañeras de La Matilde, La Hortensia, entre otras del Central Francisco, eran difíciles. Mientras hubiese capacidad  eran ubicados en barracones de madera y cinc, una vez llenos estos sitios, los restantes eran trasladados a corrales o al aire libre. Les pagaban con vales o fichas que les servían para comprar, solamente en la tienda del central y las colonias”

“En el trabajo eran muy productivos y los organizaban en grupos, bajo la jefatura de un contratista, que era también haitiano, y cuya función era vigilar el corte y alza de la caña. Se alimentaban con boniatos, maíz tierno, harina seca, pan, arenques, bacalao, tasajo y bebían guarapo”

“Si bien es cierto que muchos de ellos emparentaron con nativos y formaron familias estables de las que nacieron niños a los que los cubanos llamaban “pichones”, también persistieron ciertas costumbres y tradiciones propias. Así, por ejemplo, cuando enfermaban mantenían las practicas comunes de curaciones, las que despectivamente a veces eran calificadas de brujería, pues los rezos eran acompañados de la utilización de yerbas, tisanas, manteca de coco y otros medios; incluso algunos de los nacidos de esa unión con cubanos y cubanas, si bien se acriollaron adaptándose a las normas y practicas propias del país, mantuvieron algunas de las costumbres de sus padres”

“A pesar de las difíciles condiciones en que debieron convivir, los haitianos que se asentaron en la zona sur de la provincia de Las Tunas formaron comunidades estables, muy cohesionadas aunque de una forma peculiar en lo que a estabilidad geográfica se refiere; pues durante la zafra se movían en los cortes de cañas en zonas llanas, y luego se iban a recoger café a zonas montañosas de Oriente. Es decir, se trasladaban de una región a otra en busca del sustento. A pesar de los embates de un medio francamente hostil, lograron preservar los rasgos esenciales de su identidad nacional”

La aurora de enero

El primer día de enero del noveno año de la década del 50 del pasado siglo, trajo un terremoto de esperanzas e ilusiones para todos los seres humanos.  Los haitianos que llegaron como mano de obra barata y sirvieron de braceros en nuestra principal industria, fueron reconocidos y estimados como personas.

Cabalgan con singular tropel en  mis recuerdos los fulgores del primer Hogar de Ancianos Antillanos de Cuba, edificado en este municipio de Amancio. Instalación asistencial que acogió con el calor propio de una humana cobija a la zaga de haitiano y jamaicanos llegados años atrás para ser presas de la desesperanza y la explotación desmedida. Allí en medio de la campiña  renacieron alegrías, el creole volvió a ser puente de comunicación, las lejanas costumbres no disimularon la evidencia  y Haití la tierra de origen, pasó a ser una heredad de referencias y añoranzas.

Hoy en cada voluta de las humenates chimeneas de nuestra fábrica de azúcar, va la recordación a aquellos braceros que sembraron la simiente de un proceso agroindustrial que es fragua y forja de identidad

Por eso cuando las televisoras muestran desoladoras imágenes que perpetúan la triste historia de esa hermana nación, donde más de 200. 000 personas han muerto, no podía abstenerme de la evocación sincera por  la presencia cotidiana y hasta de cierta forma familiar, de aquellos personajes que  al ser llamados  respondian a nombres como  Dudú, Apolonio, Culebra, Blanco, Pití, Hipólito, Tifán o Francisco.

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